Aprendizaje de relaciones causales o cómo sabemos que el fuego calienta: Un punto de vista comparativo

Por Francisco J. López y David Luque.

Si colocamos una olla de agua en el fuego para cocinar, lo hacemos con la seguridad de que el fuego hará que el agua se caliente hasta hervir, aunque no podamos observar directamente el mecanismo por el que el fuego hace hervir el agua. Cuando un ratón come un alimento en mal estado y enferma, evitará en el futuro los alimentos con ese olor, aunque no haya nada en la sensación olfativa concreta que diga que sea la ingestión de la comida lo que ha originado el dolor de estómago. Sin duda, esta habilidad para realizar inferencias causales es muy útil para realizar predicciones e imprescindible para la supervivencia. El ratón puede predecir el efecto que tendrá ingerir un alimento con ese olor y un ser humano puede predecir que el agua de la olla terminará hirviendo si se pone al fuego. Dada la relevancia que tiene semejante habilidad es interesante conocer a través de qué mecanismo mental somos capaces de adquirir el conocimiento causal que nos ayudará a realizar predicciones aún más precisas.

Un punto de partida en nuestra búsqueda de los mecanismos de aprendizaje causal es suponer que el modo en que las especies no humanas establecen sus propias predicciones nos dará pistas acerca de cómo lo hacemos los humanos. Si el largo proceso evolutivo ha acabado propiciando mecanismos eficaces de inferencia causal, es razonable pensar que hayan sido heredados por especies más evolucionadas, como la nuestra.

Este punto de partida ha venido contando con un creciente apoyo empírico desde prácticamente finales de los años setenta. Estos estudios han mostrado un significativo parecido entre el comportamiento animal y humano en situaciones de aprendizaje causal. El parecido incluye tanto casos en los que ambas clases de organismos perciben de manera adecuada u objetiva la existencia de relación entre dos eventos como casos en los que ambos perciben de manera errónea o ilusoria una relación causal. Ambas clases de semejanzas han sido interpretadas como indicativas de la existencia de mecanismos psicológicos comunes responsables del aprendizaje causal (Dickinson, Shanks y Evenden, 1984).

Algunos de los estudios en los que se ha mostrado el parecido entre el aprendizaje de relaciones causales en animales y humanos han seguido una estrategia experimental común. El experimentador decide que una determinada conducta del organismo (p. ej., presión de una palanca en el caso de animales; o presión de una tecla de un ordenador en humanos) va a ir seguida con cierta probabilidad de una consecuencia deseada (p. ej., comida en el caso de animales; o la iluminación de una figura geométrica para conseguir puntos en el monitor del ordenador en humanos). De esta manera cuando el organismo ejecuta el comportamiento, existe cierta probabilidad de que la consecuencia aparezca. El experimentador también programa con cierta probabilidad la aparición de la consecuencia de forma espontánea, es decir, sin que sea necesaria la ejecución de la respuesta. En este tipo de procedimiento experimental, la frecuencia o tasa con la que el organismo acaba voluntariamente presionando la palanca (¡siempre que el animal esté hambriento o el humano motivado por los puntos!) puede ser tomada como una medida indirecta pero perfectamente cuantificable de su creencia sobre el grado de control que su conducta ejerce sobre las presentaciones de la consecuencia. En el caso del aprendizaje humano, esta medida de tasa de respuesta ha sido acompañada frecuentemente de juicios verbales sobre la creencia del individuo en torno a su capacidad de control de la consecuencia; encontrándose resultados equivalentes con ambas clases de medidas.

En general, los resultados muestran que el comportamiento animal y humano es muy sensible al grado de correlación que el experimentador ha dispuesto entre la respuesta y la consecuencia. Es decir, cuanto mayor sea la frecuencia con la que ocurre la consecuencia (comida o iluminación de la figura) tras la respuesta (presionar la palanca o el teclado del ordenador) y menor sea la frecuencia con la que ocurre la consecuencia de manera espontánea, es decir, sin que se ejecute la respuesta, mayor convencimiento existirá de que es la respuesta la que provoca la ocurrencia de la consecuencia. Este resultado parece perfectamente razonable ya que el grado de correlación o contingencia entre los acontecimientos puede ser considerado en este tipo de tareas como un índice objetivo adecuado para evaluar la magnitud de la relación causal respuesta-consecuencia programada.

Otro fenómeno, más destacable aún si cabe, es que tanto los animales como los seres humanos perciben de manera errónea o ilusoria que su respuesta ejerce algún tipo de control sobre la ocurrencia de la consecuencia, cuando objetivamente ambos acontecimientos se producen de manera independiente.

Sin embargo, no parece que todos los individuos se sientan igual de tentados a cometer el error. Alloy y Abramson (1979) compararon la ejecución de estudiantes universitarios que puntuaban por encima de la media en un inventario de depresión con la de estudiantes universitarios que puntuaban por debajo en ese mismo inventario. Los juicios verbales sobre el control que la respuesta ejerce sobre la consecuencia diferían en ambos grupos cuando el experimentador había programado que la respuesta y la consecuencia ocurrieran de manera independiente. En concreto, la percepción ilusoria de control la tenían sólo los individuos que puntuaban por debajo de la media pero no los que puntuaban por encima, quienes percibían acertadamente que su conducta no ejercía ningún control sobre la consecuencia.

Ciertamente, existen otros fenómenos conductuales comunes que caracterizan tanto el aprendizaje causal animal y humano (ver Shanks, 1993 para una revisión de los mismos) y, por tanto, resulta en principio viable la hipótesis de que mecanismos psicológicos comunes puedan explicar el origen de dichas semejanzas.

Naturalmente, ello no implica que no existan diferencias entre el aprendizaje causal humano y animal. De hecho, las semejanzas que se han descrito quedan restringidas a situaciones en las que el aprendizaje causal tiene lugar cuando los aprendices disponen de experiencia de primera mano con la ocurrencia de los acontecimientos y además, no disponen de conocimientos previos que guíe dicho aprendizaje. Parece claro que el aprendizaje causal humano no queda restringido a tales situaciones y puede tener lugar sin necesidad de dicha experiencia directa con los eventos causales, por ejemplo, a partir de las experiencias relatadas verbalmente por otros o a partir de descripciones verbales de cómo han sucedido los acontecimientos.

Referencias bibliográficas
  • Alloy, L.B. y Abramson, L.Y. (1979). Judgment of contingency in depressed and nondepressed students: sadder but wiser? Journal of Experimental Psychology: General, 108, 441-485.
  • Dickinson, Shanks y Evenden, J.L. (1984). Judgment of act-outcome contingency: the role of selective attribution. Quarterly Journal of Experimental Psychology, 36A, 29-50.
  • Shanks, D.R. (1993). Human instrumental learning: a critical review of data and theory. British Journal of Psychology, 84, 319-354.

    Fuente original de este artículo:
    López, F. J., y Luque, D. (2003). Aprendizaje de relaciones causales o cómo sabemos que el fuego calienta: Un punto de vista comparativo. Psicoteca, http://psicoteca.blogspot.com

    EDITO: El enlace a Psipal ha sido eliminado a petición de David Luque. Parece que ya no existe este sitio.
  • 2 comentarios:

    Anónimo dijo...

    Si, al menos en teoría, nuestra inteligencia es superior en grado a la de los animales, es normal que el aprendizaje lo determinen otros factores, y que sea importante qué pueden comunicarnos otros al respecto.

    Fernando Blanco dijo...

    Niha, no sé si he comprendido tu comentario. Por favor, ¿podrías decirme a qué te refieres con "los otros factores", por ejemplo?
    ¡Un saludo!