Alguna vez dije en este mismo blog que, al estudiar ciertos temas, nos metemos más en terrenos filosóficos que puramente psicológicos. Queriéndolo o no.
El asunto de la conciencia es uno de esos temas. Y aunque estoy convencido de que puede abordarse (y de hecho se aborda) científicamente, la visión filosófica del asunto no deja de ser interesante. Por eso hoy presentamos, por cortesía de Fernando G. Toledo, esta pequeña reflexión sobre la conciencia. A ver si nos hace pensar.
La materialidad de la concienciaPor
Fernando G. ToledoPublicado originalmente en
Razón Atea.
Una sola frase puede ser motivo de discordia. Por ejemplo: «La conciencia es producto de lo material». Aunque, ciertamente, ¿qué tiene de escandalosa esa afirmación? No mucho. Negarlo, en cambio, sería un mejor motivo para discutir. Y es que, sobre todo a partir del desarrollo de las ciencias neurológicas, la comprensión de la mente humana ha ido dilucidando muchos viejos enigmas. Y una de las hipótesis que ha desterrado es la de su «inmaterialidad». No basta decir que la cuestión no nos soprende a los materialistas (que llevamos una ventaja: podemos dar pruebas de lo que afirmamos), pero sí a los dualistas, que postulan la existencia de un alma espiritual y distinta del cuerpo físico. Toda discordia, se entiende, florece frente a un defensor del dualismo.
A un dualista la aserción va a parecerle, aun hoy, osada, hasta insultante. «¿Dónde están las pruebas de que la conciencia es algo material?», desafiará. Y pueden serle ofrecidas las pruebas: investigaciones que muestran cómo va dilucidándose el mapa mental, siguiendo trabajos que llevan por lo menos tres décadas, y que dan cuenta de que las ideas son producidas por el trabajo laborioso de nuestras neuronas. Nada fantasmal, nada que no salga de esa materialidad, subyace en esa abstracción que llamamos «conciencia». Pero a un dualista empedernido no le bastarán las pruebas puntuales, y no constituirá una excepción que contraataque con opiniones. Opiniones respetables, claro: las de John Eccles, neurólogo, creyente, y premio Nobel de Medicina en 1973. Eccles opinaba que había algo más, una especie de espíritu o alma que anida en nuestro cuerpo (¿cómo lo hará en algo material si no lo es?) engendra nuestras ideas. Las razones: que hay mucho que «no conocemos» de la conciencia. ¿Es eso una prueba? Claro que no. Lo que ignoramos es una exclusión, no una evidencia. Sin embargo, Eccles, y otros dualistas, parecen sostener su creencia («la conciencia es espiritual») en cualquier pequeña hendija sin cubrir por la neurobiología.
Por si fuera poco, Eccles supo ir más allá, y anunció alguna vez, pomposamente, que "la evolución no explica todo". Que ha de haber un diseñador trazando el camino de la vida y que, claro, la autoconciencia jamás será explicada materialmente. Una afirmación que a esta altura es tozuda, si ignora todas las explicaciones ya ofrecidas.
El desarrollo cerebral de la especie humana es nuestro logro evolutivo. Nuestro cuerpo no es ni tan fuerte, ni tan veloz, ni tan ágil, ni tan inmune. A cambio, el cerebro lo ha dotado de gran inteligencia y de autoconciencia. Esa autoconciencia tiene sus fallas: como se constituye en un puente entre el hombre y el mundo exterior, corre el riego de confundir al mundo con el puente, cuando no con el propio sujeto. En ese error (como si alguien confundiera la foto de una persona con la persona misma) se funda acaso el vicio de considerar a la conciencia algo que excede al cuerpo. Los nombres que suele tomar esa conciencia hipostasiada es «alma», «espíritu», «ánima». O «mente». Un concepto que convierte a ésta en una especie de forma sin su correspondiente figura.
Pero la ciencia ha develado el error: «considero a la mente inseparable del cerebro», ha sentenciado, por ejemplo, el experto F.J. Rubia, en El cerebro nos engaña. «La división de la realidad en antinomias, es decir, en términos contradictorios […] es fruto de la actividad de una parte del cerebro, a saber, del lóbulo pariental inferior, por lo que cabe suponer que la distinción entre cerebro y mente también es producto de esta estructura cerebral […] La inmensa mayoría de las actividades del cerebro se realiza ordenando el mundo en antinomias», ha dicho también, al respecto de la tendencia al dualismo (cuerpo-alma, cerebro-mente).
En nuestra corteza cerebral, allí donde se da cita una maraña de «cables» neuronales que transmiten pulsos eléctricos e intercambian su química, se produce lo que llamamos conciencia. No hay un alma inmortal que tengamos insuflada: todo es materia o energía.
«El contenido de información del cerebro humano expresado en bits es probablemente comparable al número total de conexiones entre las neuronas: unos cien billones (1014) de bits», ha ilustrado Carl Sagan en Cosmos. «Hay muchos valles en las montañas de la mente, circunvoluciones que aumentan mucho la superficie disponible en la corteza cerebral para almacenar información en un cráneo de tamaño limitado. La neuroquímica del cerebro es asombrosamente activa, son los circuitos de una máquina más maravillosa que todo lo que han inventado los hombres», ha explicado.
Christopher Koch, quien ha trabajado junto al eminente Francis Crick, autor del libro "La búsqueda científica del alma", ha sido contundente: «Es evidente que la conciencia nace de reacciones bioquímicas del cerebro».
¿Eso explica todo? Claro que sí. Y claro que no. Cuando la neurobiología avance hasta trazar el imponente mapa cerebral completo, la idea del alma o de alguna «conciencia espiritual» podrá quedar desterrada, aunque la cuestión puede adquirir todavía más riqueza. Y quejas dualistas: Michael Reiss, científico y religioso, ha dicho que afimar que la conciencia se reduce a procesos materiales equivale a «decir que una catedral es un conjunto de piedras y vidrios. Cierto, pero se trata de una constatación simplista». Tan simplista como su comparación, responderíamos, puesto que si ignorásemos que una catedral se compone de ladrillos y cruces, sería un error darle a su estructura otra composición. La neurobiología no dice que las plegarias y los fieles están hechos de ladrillos, pues eso sería como decir que el templo está fabricado con avemarías. Lo que se afirma, nada más y nada menos, es que las ideas se forman en el cerebro. La conciencia. Eso que antes llamábamos alma.
Las discusiones en este punto podrían continuar, pero hay un punto inevitable: la ciencia ofrece sus evidencias y la posibilidad de corrobar sus afirmaciones (por ejemplo, que una persona puede cambiar de personalidad con drogas que afecten su química cerebral). La teología nos debe hace siglos la validez de sus asertos.
Así, menudo inconveniente comporta la materialidad de la conciencia para las religiones. Es como una espada que cuelga sobre su cuello. Como ilustra Gonzalo Puente Ojea: «Un dios sin almas es como un pastor sin ovejas». Si todo es material, si no existe el mentado mundo espiritual, no hay trascendencia entonces. Es decir, no hay alma y, luego: ¿hay un Dios? ¿Será el dios deísta o el motor inmóvil aristotélico, que no conoce al mundo ni al hombre? Aun así, como no hay almas, las religiones están en problemas.
Actualizado 12-11-06 a las 22:36Se han corregido, por indicación del autor, algunos gazapos en el texto.