Estos días ha habido bastante revuelo mediático acerca de unas desagradables
declaraciones racistas del premio Nobel
James Watson. Prácticamente todos los medios han dedicado al menos un pequeño titular al respecto, y la reacción en la blogosfera ha sido todavía más imponente (Ejemplos:
El Pez,
BioMaxi). Digamos que yo llego bastante tarde.
Lo que ha sucedido es que el gran genetista, co-descubridor junto con
Francis Crick (y la estudiante, injustamente olvidada,
Rosalind Franklin) de la estructura del ADN que tan familiar se nos ha hecho ahora, ha abierto la boca para decir, con aplomo, que los “negros son menos inteligentes que los blancos”, y que “cualquiera que haya tenido que trabajar con un negro puede atestiguarlo”. Hay quien defiende al Dr. Watson argumentando que los supuestos exabruptos proceden de una
entrevista periodística, y que a saber si donde él dijo equis el entrevistador añadió ceta de su propia cosecha, pero por mi parte no se me hace nada evidente cómo podría haber ocurrido algo así. El racismo de las declaraciones de Watson es inexcusable. Y lo peor no es el prejuicio racista, sino el intento de vestirlo de rigurosidad científica, que por otra parte no cuela. Parece que el dislate ya ha tenido sus consecuencias y el insigne genetista
ha sido degradado de sus funciones administrativas en una importante institución de Nueva York, el Centro de Estudios Cold Spring Harbor (lo cual no debe extrañarnos: seguramente lo contrataron por su imagen, la de todo un premio Nobel, y ahora que esa imagen está dañada no quieren verlo relacionado con el centro). Por otro lado, me parece una verdadera pena que, para una de las pocas veces en que los medios generalistas hablan de los científicos, tenga que ser para tratar este poco edificante asunto.

Pero el motivo de mi post es otro bien distinto. Al leer las deposiciones orales del anciano James Watson, no he podido dejar de acordarme del "otro" Watson, John Broadus, el psicólogo.
J. B. Watson, considerado hoy el padre del
conductismo y en su día un auténtico imán para las mujeres, se hizo famoso con un experimento de condicionamiento emocional que llevó a cabo con su alumna
Rosalie Rayner. Me refiero al ya célebre experimento de "
Albertito" (1920), que para nuestros estándares éticos actuales es una auténtica barbaridad. Básicamente, lo que mostraron Watson y Rayner es que podían inducir en un bebé, mediante condicionamiento clásico, una fobia adquirida a cualquier objeto que ellos desearan. Hoy nos parece una salvajada, pero en su momento la lectura era bien distinta, y me parece que coloca a J. B. Watson (el psicólogo) en el polo opuesto al que ahora ocupa el genetista James Watson. Me explico a continuación.
Durante principios del S. XX se vivió en Norteamérica una exaltación positivista del descubrimiento científico, que quería aplicarse a diversos ámbitos de la vida. Particularmente, el desarrollo de la biología estaba extendiendo la creencia en que gran parte de las características de los seres humanos son heredadas: la inteligencia, la estatura, la fuerza, la belleza. La
Nature, lo innato, triunfa sobre la
Nurture, lo aprendido. Las ideas del inglés
Francis Galton (primo de Charles Darwin) derivaron en lo que se llamó la
eugenesia, que caló fuerte en gran parte de los países occidentales (en Europa y en EE.UU.). La eugenesia consiste en la mejora de la raza humana mediante la selección de los mejores ejemplares, al estilo (guardando las distancias) de la selección darwiniana que opera en el mundo natural. Así se crearon instituciones para recluir, expulsar o esterilizar a los ejemplares "más débiles": inmigrantes de países no anglosajones o nórdicos, "débiles mentales", enfermos. La inversión educativa siguió un elitista sistema, de manera que se concentró en los estudiantes que provenían de una estirpe educada, evitando hacer el gasto en los hijos de las personas sin educación o con retrasos mentales. El razonamiento era el siguiente: si la inteligencia se hereda, entonces es mejor invertir en los estudiantes hijos de abogados o médicos notables, en vez de en los hijos de padres poco inteligentes, o pobres, o de una raza "inferior".
Tal era el panorama durante buena parte del S. XX en EE.UU. Entonces aparece J. B. Watson (el psicólogo) y, tras fundar intelectualmente el conductismo, sorprende con declaraciones como la siguiente:
"Dadme una docena de niños sanos, bien formados, para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda escoger -médico, abogado, artista, hombre de negocios e incluso mendigo o ladrón-, prescindiendo de su talento, inclinaciones, tendencias, aptitudes, vocaciones y raza de sus antepasados".
Es decir, no importa tu linaje genético. Cualquier persona, sean cuales fueren las capacidades intelectuales de sus progenitores, puede llegar a lo más alto (o, como contrapartida, lo más bajo) si recibe la atención adecuada en forma de una educación muy particular basada en el condicionamiento. Mediante las nuevas técnicas de modificación de conducta, tanto el niño blanco como el negro pueden llegar a amar los libros, o aborrecerlos (aquí me acuerdo, también, de aquella fascinante novela,
"Un mundo feliz").
Lo que estoy planteando es que, en la escala
Nature/Nurture, de lo fundamentalmente hereditario a lo fundamentalmente aprendido, tenemos un Watson en cada polo. El biólogo, poniendo el acento en la genética. El psicólogo, relegando la herencia a favor del aprendizaje y la tabula rasa. No sostengo que ninguno de los dos tenga razón al 100%, pero me parece un apunte interesante para tomar consciencia de ese péndulo histórico que va de un extremo a otro. ¿Dónde lo tenemos hoy?
NOTA: Adelanto la publicación de este post para que no pierda la actualidad.
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