Los galaditas se apoderaron de los vados del Jordán, enfrente de Efraím; y cuando llegaba alguno de los fugitivos de Efraím, diciendo: "Dejadme pasar", le preguntaban: "¿Eres efraimita?" Respondía: "No". Entonces ellos le decían: "A ver. Di: shibbolet", y él decía sibbolet, pues no podían pronunciar así. Entonces los de Galaad le apresaban y le degollaban junto a los vados del Jordán. Cayeron en aquella circunstancia cuarenta y dos mil hombres de Efraím. (Jueces, 12).
Con esta misma cita bíblica
ejemplifica la investigadora
Nuria Sebastián-Gallés la variedad de matices fonéticos de las miles de lenguas que existen en el mundo. Y, al mismo tiempo, subraya también la importancia de saber distinguirlos y producirlos correctamente, si bien el ejemplo propuesto es extremadamente dramático. Es evidente que, aunque nuestra supervivencia no sea decidida cada día en función de nuestras capacidades para reconocer y producir sonidos hasta el punto ilustrado en esta curiosa historia bíblica, el grado de dominio en dichas capacidades sí supone un factor decisivo para nuestro desempeño diario. Casi todas las personas que intentamos aprender o defendernos con un idioma nuevo hemos experimentado alguna vez esa frustrante sensación de no dar con el movimiento exacto de nuestra lengua que produce ese particular sonido que necesitamos, o simplemente nos hemos sentido derrotados ante la incapacidad de entender la pronunciación de un hablante extranjero con un acento excesivamente marcado y gusto por la velocidad discursiva. En torno a todas estas cosas girará el presente artículo.